Como humanos, tendemos a juzgar por la apariencia aquello que no conocemos, incluyendo a otras personas. Sin embargo, Dios no ve la apariencia, Él es capaz de ver el corazón y las intenciones más profundas de cada uno, ahí, donde solo uno sabe lo que verdaderamente hay en nosotros, escudriña nuestros más íntimos deseos, sean buenos o sean malos; y usa de todo ello para proveernos madurez, sabiduría y santidad.
Estar en la presencia de Dios es asegurarse que aún nuestros peores defectos serán usados para forjar en nosotros un carácter verdaderamente cristiano. Solo el poder de Dios puede transformar lo malo en bueno y lo vil en lo más valioso. No temamos que Dios nos conozca, agradezcamos cada día que su gracia y el poder del Espíritu Santo nos hacen parecernos más a Cristo, cuando en obediencia venimos a su presencia. Que así sea.