No debemos servir a Dios por ambiciones personales, porque entonces tal cosa no es servicio. Un hijo de Dios no se caracteriza por pensar sólo en él, más bien es movido a la unidad y a la empatía con todos los demás.
«En el terreno del servicio a Dios, debemos cuidarnos de no ser impulsados por satanás para crear rivalidades y contiendas, debemos echar de nuestro corazón toda clase de egoísmo, para lograr el bien y la edificación de nuestro prójimo, y por supuesto, siempre con el propósito de glorificar a Dios.»
Ser orgullosos al servir, es ser vanos en lo que hacemos y con lo que hacemos, es decir, lo que hacemos no trae buenos frutos que permanezcan, pero también, esto implica pretender ser lo que no somos, se predica piedad, pero se vive como impíos, se habla de gracia, y somos ingratos. En este caso, aunque se hagan buenas cosas, siempre tiene propósitos malos.
Debemos actuar siempre humildes, no creyéndonos mejores que otros, ni en lo que somos o hacemos, pero también porque la humildad es disposición para servir a los demás. Cuando la gracia de Cristo cambia el corazón, la sumisión por miedo se convierte en sumisión por amor, y nace la verdadera humildad.
La virtud de la humildad está asociada con la ternura de corazón, bondad, mansedumbre y benignidad. Es la feliz condición que resulta cuando cada miembro de la iglesia se estima inferior a los demás, cuando se aman los unos a los otros con amor fraternal, y cuando, en cuanto a honra, se prefieren los unos a los otros, es decir, antes de buscar con el servicio nuestra propia honra, servimos a los demás para honrarlos, honrando de esa manera también a Dios.