
Si anteponemos nuestra obediencia y nuestras obras en lugar de la obediencia de Cristo a la ley, y si no tomamos en cuenta su sacrificio en la Cruz jamás lograremos escapar de la justicia divina y del castigo eterno, porque nada que nosotros hagamos nos alcanza para agradar a Dios, a menos que confiemos en Cristo, y que creamos que él es nuestro salvador.
“Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree.”
Todas las promesas que Dios nos hace son admirables y todos los beneficios espirituales y materiales siempre nos causan asombro, porque nada de esto nos merecemos, sin embargo, Dios se esmera por complacernos, de tal modo, que su misericordia y amor rebasan lo que podemos pedir y anhelar. Nada de esto es porque sin medio alguno logremos complacer a Dios, sino porque en realidad, Cristo es nuestro mediador, por el que disfrutamos salvación eterna y por el que todos los días Dios nos muestra sus bondades.Nada recibimos por guardar la ley de Dios, sino por ser receptores de la gracia en Cristo, la ley nos hizo ver nuestra incapacidad para responder a Dios como él lo merece, y tal como lo demanda. Por eso es por lo que, en la ley, y en los profetas siempre se nos anunció la promesa del salvador como la buena noticia y la esperanza para nuestra vida.Por la obediencia de Cristo a la justicia de Dios somos salvos; Cristo cargó con nuestras maldades y puso en nosotros su obediencia para que Dios nos mira con agrado y no tomara en cuenta así nuestras maldades para condenación eterna, sino para que nos diera la vida y el gozo eternos del perdón.La ley siempre marcó que, solo el que la obedeciera viviría, por lo tanto, la muerte alcanzaría al desobediente. Ninguno de nosotros es capaz de obedecer tan altas exigencias, por eso Cristo murió como el peor de los malhechores, porque tomó nuestro lugar, y con ello logró que nosotros hoy tengamos un lugar ante el Padre celestial. Así que, somos salvos no por nuestras obras por la ley, sino por nuestra fe en Cristo, en quien somos justificados ante Dios para perdón de pecados.